ÇALAMEA 1425
Principios del año 1425. En Castilla reina Juan II. Una pequeña población al suroste peninsular que había sido ganada a los musulmanes e incorporada a la corona de Castilla hacía poco más de 150 años, atraviesa momentos difíciles. Antaño llamada Salamya, en la nueva lengua castellana su nombre había pasado a ser Çalamea. Está habitada por gente mayoritariamente cristiana, pero aún se encuentran algunos de religión judía y unos pocos descendientes de los antiguos musulmanes convertidos ahora, por fuerza o conveniencia, al cristianismo. Todos conviven en una frágil armonía.
Ha alcanzado ya la condición formal de villa y se encuentra bajo el señorío del arzobispo de Sevilla. Viven en ella alrededor de 100 vecinos, lo que supone entre 400 y 500 habitantes reales, distribuidos en un término extenso en el que también, bajo su administración, existen otros núcleos: Buitrón, Buitroncillo, Pozuelo, El Villar, Marixenta, Membrillo, el Monte de El Campillo, el Monte de Alonso Romero y Santa María de Rio Tinto. Cultivan en sus campos cereales y lino, acotan algunos terrenos para viñas, cuidan y aprovechan el fruto de enormes dehesas de encinas y alcornoques y se afanan en sacar provecho de sus numerosas huertas; crían ganado: cerdos, bueyes y cabras: pero también se esmeran en algunas trabajos artesanales como los lagares de cera, el curtido de pieles y tejidos de lino.
Cuenta la villa apenas con una docena de calles que se agrupan en torno a un antiguo edificio restaurado que alberga una iglesia compuesta por dos naves y un pequeño campanario. Las calles tienen suelo de tierra y al ponerse el sol se sumergen en la más profunda oscuridad. Los que a esas horas transitan por ellas, por necesidad u obligación, deben llevar alguna luminaria que les alumbre el paso.
Dos alcaldes ordinarios rigen el pueblo ayudados por un alguacil, un escribano y un mayordomo. Todos bajo la atenta vigilancia de un alcalde mayor, designado por el arzobispo y que vela por sus intereses y porque se paguen los impuestos que a él se deben como señor de Zalamea.
Como a un cuarto de legua hacia levante hay una pequeña ermita donde se venera una imagen de Santa María de Ureña, traída hace tiempo por los primeros repobladores castellano-leoneses desde sus lugares de origen.
Y aquí, en Zalamea, en los primeros meses de 1425, se padece una terrible epidemia de peste. Los vecinos tanto del pueblo como de su comarca sufren los rigores de esta terrible enfermedad que diezmó la población de toda la península ibérica durante la Edad Media.
Los alcaldes y hombres buenos de la villa, reunidos una noche, bien abrigados por el frío que todavía se deja sentir, ignorantes de las causas y el remedio de aquel mal que amenaza a los sencillos zalameños y a sus familias, buscan en la religión la forma de resguardarse de ella. Uno de los allí presentes propone elegir un santo patrón al que invocar para que interceda por ellos ante el Altísimo. Enseguida se escuchan los nombres de santos según las preferencias de cada uno, pero los alcaldes hacen valer su criterio acerca de es es una decisión de gran trascendencia que debe tomarse entre todos los que habitan la villa y así acuerdan convocar un concejo abierto en la puerta de la iglesia después de misa para el próximo domingo. Sería sobre sobre el mediodía, antes de la hora sexta, cuando las campanas tocan convocando a todos los vecinos varones de la villa y sus aldeas, a los que un pregonero había puesto sobre aviso antes oportunamente. Allí, ante el escribano Juan Rodríguez, se juntan la mayor parte de los hombres del pueblo. Entre ellos están Antón García Madroñuelo, Andrés García de la aldea de El Buitrón, Santos Martín del Butroncillo, también Alonso Martín de El Pozuelo, Juan de las Armas, Bartolomé Rodríguez y otros muchos venidos de todos los puntos del vasto término de Zalamea. Las mujeres y los niños miran expectantes retirados prudentemente. Solo los hombres toman parte y deciden sobre aquella cuestión en aquel momento tan solemne.
Estando ya todos juntos, después de debatir sobre la forma de elegir al santo se acuerda hacerlo fiándolo a la suerte. Se adelanta entonces Bartolomé Martín, cura de la villa, y colocando un cántaro en el que se habían metido papeles con los nombres de todos los santos de las letanías, llama a un niño y le manda que metiera la mano en el cántaro y sacara uno de los papeles. Así lo hace el pequeño y extrae aquel que llevaba el nombre de San Vicente, por tres veces consecutivas se repite la extracción y en las tres sale el nombre del mismo santo, por lo que todos entenden que Dios les daba como patrón al glorioso San Vicente. Era, a la sazón, el 24 de marzo de 1425
Allí mismo se decide formar una hermandad y se nombran a sus priostes y se acuerda mandar hacer una imagen del santo y contruirle una ermita, que en este caso se levantaría a poniente en un pago que ofrece el concejo. Los más hacendados del pueblo ofrecen a la nueva hermandad bienes y suertes de tierra para que dicha hermandad tuviera rentas propias.
Y de esta manera San Vicente Mártir se convirtió en patrón de la villa. Mucho ha llovido desde entonces, ha habido guerras, periodos de abundancia y de malas cosechas, sequías y fuertes temporales, pero 594 años después, los descendientes de aquella Çalamea del Arçobispo, hoy convertida en Zalamea la Real, sigue rindiendo culto a aquel santo que eligieron sus antepasados.
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La narración es una recreación ficticia de la elección del santo, pero está basado en hechos rigurosamente históricos.
En 1425 Zalamea estaba asolada por una epidemia, “pestilencia” según dicen las reglas. Hemos supuesto como más probable que fuera de la temida peste negra, porque sobre 1422 tenemos constancia que hubo una que tuvo especial virulencia en el suroeste peninsular, que quizá se prolongara hasta 1425, pero también pudo ser de otro tipo . En aquellos tiempos se denominaba pestilencia a cualquier epidemia que causara enfermedades y muertes.
Las personas nombradas son reales, aparecen en las reglas de la hermandad y son los primeros zalameños de los que se conocen sus nombres.
El número de habitantes de Zalamea en aquel tiempo está deducida de los datos de población que se conocen para el territorio de la zona.
La reunión celebrada en la puerta de la Iglesia fue probablemente un concejo abierto, una forma de administración municipal asamblearia en el que los hombres de la villa tomaban las decisiones importantes. Se celebró aquel 24 de marzo de 1425, fue seguramente un domingo, fecha habitual en la que se celebraban los concejos abiertos.
Los denominados “hombres buenos” eran hombres respetados en el ámbito local, cristianos viejos e influyentes por su edad, experiencia o propiedades.
La ermita de Santa María de Ureña, hoy San Blas, ya existía en 1425, también la de Santa Marina en el Villar.
Manuel Domínguez Cornejo Antonio Domínguez Pérez de León
Imagen de San Vicente de Tomás Giner (Siglo XV)
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