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ZALAMEA DEL ARZOBISPO, UN PUEBLO EN LA EDAD MEDIA

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Reproducimos a continuación un artículo ya publicado hace años pero que por su interés creemos conveniente traer aquí de nuevo. Es nuestra intención intercarlar artículos de nueva factura con otros ya publicados de manera que en esta página puedan ser consultados por aquellos que lo deseen. 

El que sigue a continuación trata sobre como era nuestro pueblo en la Edad Media

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 "...damos por nos e por nuestros herederos a la Iglesia de la noble cibdat de Sevilla e a don Remondo, arçobispo della y a los que después del vernán e al cabildo del mismo logar el castiello e la villa que ha nombre de Almonaster e el lugar que dizen de Çalamea..."   

                 Con este párrafo extraído de un documento fechado el sábado 16 de Diciembre de 1317 (1279 de la era cristiana) se inicia uno de los periodos menos conocidos pero que más determinarían el futuro de Zalamea. El documento en cuestión es un privilegio rodado firmado por el rey Alfonso X el Sabio en Sevilla y es, hasta la fecha, el primer documento escrito de la Historia de nuestro pueblo.

                 El periodo arzobispal abarcó 300 años, desde 1279 hasta 1579; durante este periodo estuvo sometida, como consecuencia de la cesión que el rey hace en el mencionado Privilegio, al  arzobispado de Sevilla, fue por lo tanto un señorío eclesiástico, a diferencia de los nobiliarios, como el caso de Niebla, o de las tierras de realengo, pertenecientes al rey. Durante este tiempo fue conocida con el nombre de Zalamea del Arzobispo, apelativo que conservaría muchos años después de haber dejado de serlo.   

                 Trataremos a continuación de describir someramente algunos aspectos que puedan darnos una imagen de la organización social, política y económica  de nuestro pueblo en aquella época, en definitiva de cómo vivían nuestros antepasados en la Edad Media. De cualquier manera es necesario precisar que todo lo que describimos a continuación es consecuencia de un proceso que se inicia en 1279, en el momento de la cesión,  se extiende a lo largo de tres siglos y tiene su punto culminante en el primer tercio del siglo XVI.

                 Con el fin de situarnos en el contexto histórico, no está de más hacer una reseña de  lo que ocurre en España en aquellos tiempos. Distaba mucho aún de ser una unidad política, su territorio estaba divido en varios reinos, independientes unos de otros. A  uno de ellos, el reino de Castilla, quedó incorporada Zalamea, al igual que toda Andalucía occidental después de su reconquista, buena parte del sudeste peninsular continuaría aún mucho tiempo en manos de los musulmanes. En aquel tiempo la Iglesia no se limitaba sólo a  ejercer su influencia sobre lo espiritual sino también sobre lo terrenal. Un buen ejemplo lo tenemos en Zalamea que en estos 300 años tuvo como señores una larga serie de arzobispos, el primero de ellos fue D. Raimundo de Losada, el "don Remondo" al que se refiere el texto que encabeza este artículo y que mantuvo una estrecha relación con la familia real.

                 Veamos, en primer lugar, cómo era el pueblo hace 700 años. Será necesario que hagamos un pequeño esfuerzo para imaginarnos un lugar mucho  más pequeño que el que podemos ver hoy y que comenzaría a crecer con la llegada de los repobladores castellanos y leoneses. Las casas se agrupaban alineadas, formando unas pocas calles que se corresponderían con las actuales de la Plaza, de la Iglesia, Hospital, Olmo, Castillo y D. Manuel Serrano; contaba con una Iglesia más reducida que la actual, formada por dos naves y una pequeña torre culminada por un campanario. Esta Iglesia, situada en el mismo lugar en el que se encuentra nuestro templo, debió empezar a construirse al comienzo del periodo arzobispal aprovechando las ruinas de algún edificio anterior y se encontraba en aquel momento en el extremo norte de la población, a su alrededor había unos espacios libres de construcción que más tarde fueron utilizados como cementerios según la costumbre de la época. Naturalmente había también otras viviendas aledañas a las calles mencionadas que fueron después el germen de otras nuevas. Con  el tiempo el pueblo fue creciendo fundamentalmente en dos direcciones, hacia el este para formar las calles, Canterrana, Caño, Tejada y Fontanilla y hacia el sur por la calle Rollo. En las afueras, conforme a lo habitual en aquel tiempo, se construyeron, en el periodo del que hablamos, las ermitas de Santa María de Ureña, San Vicente y San Sebastián, quedando estas dos últimas, en tiempos posteriores, dentro del casco urbano al crecer el pueblo. En este sentido el concejo concedía terreno para la construcción  de nuevas casas con el fin de  promover el asentamiento con el único compromiso de que " fasta cinco años primeros siguientes tengan casas hechas en el cuerpo de la villa..."

                 Además del pueblo propiamente dicho, dentro del territorio que administraba, lo que luego sería su término municipal, existían otros núcleos de población,- aldeas-, algunas de ellas ya habitadas desde antiguo y otras que se originarían en el transcurso del periodo arzobispal, aquellas de las que tenemos constancia eran El Buitrón, El Buitroncillo, El Villar, Abiud, El Monte de El Campillo, Marixenta, El Monte de Alonso Romero y  Santa María de Riotinto. El límite del término estaba determinado al norte y oeste por el río Odiel, al este por el Castillo de las Guardas y el río Tinto y al sur por el condado de Niebla; Valverde era aún un pequeño poblado conocido como Facanías. Por cierto que con el condado de Niebla hubo frecuentes enfrentamientos  por la situación de los mojones y en 1450, siendo señor de  Zalamea Don Juan de Cervantes, cardenal de Ostia, habiendo sido hecho prisioneros algunos zalameños por gentes de Niebla, hubo de nombrarse un juez especial, Fray Rodrigo Ortiz para que resolviera pacíficamente el conflicto.

                 En lo que se refiere a la organización del gobierno y administración local, la villa estuvo regida por dos alcaldes ordinarios, cuatro regidores, un alguacil y un mayordomo, así mismo se nombraba un escribano público. Al ser un señorío, el arzobispo nombraba un alcaide o alcalde mayor que ejercía en su nombre la jurisdicción. Los alcaldes ordinarios hacían las funciones de jueces tanto de lo civil como de lo criminal y debían portar siempre una vara para que se les reconociese como tales. Una figura de gran importancia en el gobierno era el mayordomo, encargado del control y de la administración de los bienes y  hacienda del pueblo,  Todos estos cargos se elegían anualmente; la forma de nombrarlos era por designación y se procedía de la siguiente forma: Los salientes designaban 12 personas para sustituirlos y de entre ellos el arzobispo, o el alcalde mayor en su nombre, elegía los ocho que componían el concejo. El cabildo debía reunirse semanalmente y sabemos que, al principio, se celebraban en la plaza y asistían también los "hombres buenos" del pueblo; con posterioridad pasaron a tener lugar en el interior de las casas del Concejo  que se encontraban donde hoy está el Ayuntamiento. Estas casas, además de las salas de audiencia, reuniones y justicia, tenían un pósito para guardar el grano del común y la cárcel.

                 El hecho de pertenecer al arzobispado suponía la obligación de pagar determinados tributos. En primer lugar había que sufragar el coste del cargo de alcalde mayor, al que se destinaban algunas rentas y parte de algunas sanciones o multas, por otra parte el arzobispo se llevaba las rentas fijas procedentes de estas tres fuentes: El almojarifazgo o tarifas que se pagaban  por las mercancías que entraban o salían del pueblo, las alcabalas o derechos por las compraventas de determinados productos como el oro, plata, lino, lana, seda, etc. Y por último el almotacenazgo o tributos que había que pagar por el uso de las pesas y medidas del arzobispo. Además sabemos que el arzobispo se reservaba la producción de aceche (sedimentos de color rojizo que se recogían del río Tinto, usado como tinte y muy apreciado en la época).

                   La economía del pueblo se basaba en la agricultura y en la ganadería y fue aquí donde la comunidad alcanzó un admirable nivel de equilibrio con la naturaleza que se reflejó en las Ordenanzas Municipales de 1535, suficientemente conocidas y elogiadas; solo añadiremos que fueron aprobadas cuando era arzobispo de Sevilla D. Alonso Manrique, hermano de famoso poeta medieval Jorge Manrique. En este sentido conviene aclarar que una buena parte de las tierras del término eran  comunales y eran aprovechadas por el conjunto de los vecinos del pueblo, sin embargo tenemos constancia de algunos habitantes, repobladores castellanos y leoneses o sus descendientes, gozaban de determinados terrenos en forma de lo que se denominaba "heredades". No se trataban de propiedades en el sentido que hoy tiene tal palabra, efectivamente los titulares de estas "heredades" las explotaban y se beneficiaban de sus rentas y tenían el derecho de trasmitirlas a sus hijos, generación tras generación, pero estaban obligados  a cumplir determinadas condiciones, debían cuidarlas y aprovecharlas adecuadamente, de lo contrario podrían imponérseles multas o incluso perderlas. Estas heredades estaban situados en los alrededores del pueblo o de las aldeas y en su mayor parte eran huertos o viñas, estas últimas hoy completamente desaparecidas pero que en la Edad Media parece tuvieron  cierta importancia.

                 Además de los huertos y viñas, se cultivaban cereales y lino y se aprovechaba los recursos de las dehesas comunales (Villar, Bodonal, Alcaria, Xarillas) de una forma que no supusiera ventaja para nadie; por ejemplo, para la recogida de la bellota, en el momento y día indicado, los vecinos acudían a la dehesa elegida y a una señal del mayordomo, y bajo su supervisión, cada uno escogía una encina y hasta que no terminara con ella no podía comenzar con otra, prohibiéndose acaparar a la vez más de una. Naturalmente nuestros antepasados comprendieron perfectamente la importancia de encinas y alcornoques y acabaron regulando minuciosamente los trabajos que precisaban para su conservación.

                 Con respecto a la ganadería, revestía especial relevancia la cría de vacas, cerdos, ovejas, cabras y bueyes. En este sentido hay que mencionar que el concejo tenía una boyada municipal, pudiendo también los vecinos llevar a ella las vacas y bueyes propios para su cuidado. Esta boyada estaba  guardada por un boyero que era elegido anualmente y cuyo sueldo era costeado por la comunidad.

                 La caza tenía una finalidad esencialmente económica y  su carne era puesta a la venta en las carnicerías del pueblo; por tanto también era controlada por el concejo, estando prohibida la caza con lazo, o hacerlo en zonas quemadas, en los días inmediatos al fuego. Sabemos que en la época que estamos tratando eran abundantes los ciervos en los campos zalameños.

                 Las transacciones comerciales se realizaban en la plaza, llano ante las casas capitulares, en lo que hoy es la Avda. Andalucía. Por cierto que para evitar las especulaciones, cualquiera que comprara un producto no podía venderlo hasta pasado tres días. Los pesos y medidas que se utilizaban han dejado de usarse sustituidas por las del sistema métrico decimal; algunas ya han desaparecido de nuestra memoria, como la libra (Aprox. 300 o 400 g.), el azumbre (Medida equivalente a dos litros) la vara  (0,8 m) la soga toledana (Aprox. 8 m), el almud  (Equivalente a media fanega); otras han llegado hasta nuestros días, como la arroba, la legua, la fanega y el cuartillo. En este sentido conviene señalar que los instrumentos para realizar los pesas y medidas oficiales no estaban en manos de cualquier vecino, sólo estaban en poder del Arzobispo y del Concejo, estas últimas guardadas por el mayordomo y  debidamente marcadas para evitar falsificaciones; para poder utilizarlas era preciso pagar un tributo. Era una manera de controlar la producción y las transacciones comerciales, operaciones por las que, como hemos visto, había que pagar unas tarifas.  Los lagares de cera, los molinos harineros del río Tinto, los telares y los curtidos de pieles, como actividades artesanales más relevantes, completan un panorama económico bastante organizado y en perfecto equilibrio con el medio natural

 Con el fin de  dar una idea lo más aproximada posible acerca de la vida y costumbre de los zalameños de aquella época, podemos añadir que, como corresponde a la época y más aún en un señorío eclesiástico, la religión era la verdadera directora de la vida del pueblo, las actividades cotidianas, que se acostumbraba interrumpir para realizar los rezos, venían determinadas, en ausencia de relojes, por los toques de campanas que llamaban a oración (Ave María, Angelus, Änimas) derivadas de las llamadas horas canónigas: Maitines, laudes (al amanecer), prima, tercia, sexta, nona  (sobre las tres de la tarde), vísperas (Sobre las seis) y completas que señalaba la hora de acostarse.

 Tampoco existieron, al menos al principio de este periodo del que estamos hablando, médicos ni instituciones sanitarias, esta función la desempeñaban personas que por experiencia o tradición familiar aplicaban remedios naturales. Con frecuencia, en enfermedades graves,  ante la ausencia de métodos más científicos, había que confiarse a la intercesión de los santos. Por las distintas relaciones sabemos que Zalamea fue asolada en varias ocasiones por epidemias de  peste que causaban estragos en la población, como la que tuvo lugar allá por 1425 y  que promovió la elección de San Vicente como patrón de Zalamea, estando administrada la silla arzobispal por un fraile ya que su titular, Don Diego de Anaya y Maldonado, había sido suspendido  provisionalmente.

 No existían escuelas pero sabemos que algunos habitantes, enseñaban las primeras letras a sus discípulos; la primera de la que tenemos constancia la ejerció Fray Cristobal, ermitaño de San Vicente, a mediados del siglo XVI,  que dio clases en la misma ermita  a alumnos de Zalamea, probablemente eran hijos de familias acomodadas, los del resto "no podían perder el tiempo en estos menesteres" ya que eran precisos para trabajar en la familia. A este efecto, aunque no existía una mayoría de edad definida, la edad válida para asumir las obligaciones de trabajo estaba establecida en los 12 años. Todos los miembros de la familia que convivían en el mismo domicilio estaban sometidos a la autoridad del padre y la emancipación sólo se producía cuando algún hijo se casaba y se trasladaba  a otra casa.

 Un buen día, al principio de 1580, apareció un hombre que dijo llamarse Juan Ruiz Carrillo, y que mostró al Cabildo una cédula firmada por su majestad el rey Felipe II, según la cual, Zalamea había dejado de pertenecer al arzobispado de Sevilla. De esta manera los zalameños se enteraron de que para ellos había concluido un largo periodo, no tan oscuro como a primera vista pudiera parecer. El último arzobispo, señor de Zalamea, fue Cristobal de Rojas y Sandoval; en total fueron treinta y dos. Castilla había conocido durante ese tiempo 14 reyes. Lo que siguió a partir de entonces es otro capítulo de la Historia de Zalamea .

Manuel Domínguez Cornejo         Antonio Domínguez Pérez de León

12/01/2010 23:33 mdc y adpdl Enlace permanente. Edad Media No hay comentarios. Comentar.

LA LABOR SOCIAL DE LAS HERMANDADES RELIGIOSAS EN LOS SIGLOS XVI AL XIX

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           Las hermandades religiosas en general y en particular las antecesoras de la actual Hermandad de Penitencia - Nuestro Padre Jesús Nazareno, Santísimo Sacramento y Vera Cruz- además de las procesiones, cultos y ceremonias  propias de su devoción, realizaron desde que se fundaron y hasta comienzos del siglo XX una labor social importante que no ha sido valorada lo suficiente y que nosotros pretendemos destacar en el presente artículo.

             La cobertura social que hoy ofrece el estado a los ciudadanos, atención sanitaria gratuita, subsidios, pensiones, etc., es el resultado de las reivindicaciones que  la clase trabajadora venía realizando desde el siglo XIX y  no se consolidó hasta bien entrado el siglo XX, así que con anterioridad a este último siglo estos servicios prácticamente no existían, con lo que no es necesario un gran esfuerzo para imaginarnos la situación: Los hombres trabajaban hasta que su edad o su salud se lo permitía, ya que de lo contrario si no tenía algún familiar que lo mantuviera quedaba en la más absoluta pobreza. Algo parecido les ocurría si enfermaban pues durante su convalecencia no recibían ninguna clase de prestación,  por lo general, por parte del patrón lo que les conducía, si su padecimiento se prolongaba, a una lastimosa situación. Especialmente triste era el caso de las viudas, puesto que su sometimiento al marido era tal que cuando éste fallecía, aunque fuese joven, si no encontraba alguna familia que la acogiese o un trabajo, generalmente peor retribuido que el del hombre, se veía obligada a vivir de la caridad. A  todos ellos hay que añadir los pobres, grupo constituido por un número de personas que podía variar según las épocas pero que siempre fue elevado. Estaba formado por ancianos y personas con algún tipo de deficiencia o invalidez congénita o adquirida; sin trabajo ni domicilio fijo vivían de la limosna en un estado de miseria del que les resultaba imposible salir.

             En este sentido las hermandades religiosas realizaron una labor que, en parte, vino a suplir las deficiencias asistenciales de la época. Desde la perspectiva de hoy puede considerarse meros actos de caridad, sin embargo, aunque así eran en efecto, puede dársele otra  consideración al tener un carácter más sistemático por estar recogido en las mismas reglas de las hermandades respectivas.

             Veamos, pues, la forma en que llevaban a cabo la labor social a la que nos estamos refiriendo. En primer lugar la mayoría de ellas disponía de un "hospital". Conviene aclarar, antes de continuar, que el concepto que hoy entendemos con este nombre difiere un tanto de aquel que se le asignaba en las Edades Media y Moderna. En esa época esta expresión servía para designar  una casa en la que se atendían y daba cobijo a enfermos e indigentes, propios o forasteros, así mismo se recogían pobres o transeúntes para que no durmieran en la intemperie, también servía como lugar de reunión para la Junta de Gobierno de la hermandad correspondiente. La figura de estos "hospitales" en nuestro pueblo ha sido poco estudiada hasta el momento sin embargo realizaron, en su tiempo, una labor social significativa, aunque naturalmente sin llegar, ni por asomo, a la que hoy realizan las instituciones que  conocemos con ese nombre. Deducimos que, al menos al principio, no tenían asignado médicos ni personal sanitario especializado, aunque pudieran visitarlo periódicamente. Comúnmente estaban atendidos por voluntarios o por algún matrimonio que utilizaba parte de sus habitaciones como vivienda a cambio de prestar atención a los allí acogidos.

             Tenemos constancia de la existencia de varios de estos "hospitales". La Hermandad de San Vicente dispuso del suyo propio, así fue también en el caso del Santísimo Sacramento, pero especial significación tuvo el de la hermandad de la Vera Cruz, cuyo nombre además conocemos: "Nuestra Señora de la Angustia". Este hospital estuvo situado en la calle de la Plaza y posteriormente fue dividido y convertido en escuela y cárcel municipal hasta que fue derrumbado para convertirlo en lo que hoy conocemos como "Paseo cuadrado". Conservó hasta ese momento un excelente pórtico de estilo renacentista.

             Un segundo aspecto de la labor asistencial de las hermandades se centraba en la entrega a "pobres y viudas" de limosnas o alimentos. Por lo común estas donaciones se realizaban principalmente en torno a la fecha de celebración de sus fiestas, por lo que parece un acto un tanto interesado, sin embargo era costumbre realizar estas entregas a lo largo del año, de forma periódica. En cualquier caso, dadas las lastimosas circunstancias en las que se encontraban los receptores de estos bienes, suponía un alivio, que si bien no resolvía la situación, ayudaba a cubrir al menos por unos días las necesidades básicas.

             Un tercer aspecto asistencial tenía igualmente gran relevancia, se trata de la atención a los difuntos. Hoy nos puede parecer de segundo orden, pero dada la mentalidad religiosa y las creencias de la época era de suma importancia para los sencillos ciudadanos que su cuerpo recibiese sepultura y se cuidase de que su alma no penara eternamente por los pecados cometidos. Es curioso comprobar como este aspecto preocupa  sobremanera, por encima incluso de los anteriores. De esta forma, las reglas de las hermandades recoge detalladamente, entre las obligaciones de los cofrades, el asistir a los entierros de los hermanos que falleciesen, dar sepultura a sus cuerpos y asistir a las misas y oraciones que se celebrasen para redimir el alma de los difuntos, estableciéndose penas para aquellos que no cumpliesen con estos preceptos.

             No hemos querido entrar en el aspecto filosófico de la cuestión, solo constatar unos hechos. Hoy esta función asistencial nos puede parecer, como ya hemos dicho, interesada  y, por supuesto, no fue el objetivo principal de sus actividades, pero el hecho de que  esté recogida  minuciosa  y profusamente en las reglas de las respectivas hermandades, le da un carácter sistemático que excede del mero acto de caridad ocasional y deja entrever una cierta conciencia social por parte de los componentes de aquellas Juntas de Gobierno, que en algunos casos donaban propiedades para que sus rentas se destinaran a limosnas. De cualquier forma, por pequeña que fuera, realizaron una meritoria labor social con personas que de otra manera se hubiesen visto abocadas al abandono más absoluto.

Manuel Domínguez Cornejo                  Antonio Domínguez Pérez de León

19/01/2010 23:55 mdc y adpdl Enlace permanente. Varias épocas No hay comentarios. Comentar.

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